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¿Quién tiene que cambiar?

By mayo 17, 2019enero 21st, 2020No Comments

¿Quién tiene que cambiar?

 

Del Libro Almanaque Escuela Para Todos 2004


 

 

En abril del año 2003, 63 jóvenes murieron en una revuelta en la cárcel de El Porvenir, en Honduras. La mayoría eran miembros de dos bandas rivales: la Mara 18 y la Mara Salvatrucha.

El motín de El Porvenir no fue algo único. La violencia afecta hoy en día a toda Centroamérica. Nuestra región es la más violenta de América Latina, y una buena parte de la violencia se da entre los jóvenes. Hay más de 100 mil jóvenes en los grupos de pandillas o maras de Guatemala. En Honduras hay 397 maras con un total de 34 mil miembros. En El Salvador hay aproximadamente 10 mil jóvenes organizados en maras. En Nicaragua, de cada 10 detenidos por la policía durante el año 2001, 5 tenían menos de 25 años. En Costa Rica, la violencia juvenil ha llegado hasta los colegios. En Panamá, para enfrentar la violencia, quieren aplicar leyes más severas a los menores.

La gente piensa que sólo los jóvenes tienen que cambiar. Y buscando que dejen la violencia y el delito, a veces se llega a más violencia y más delitos. Muchos jóvenes han sido asesinados por personas que tomaron la justicia en sus manos. En Honduras, del año 1998 al 2003 fueron asesinados más de mil 800 jóvenes menores de 24 años. Se cree que la mayor parte de ellos pertenecían a maras. Hoy en día, el homicidio es la principal causa de muerte de los jóvenes en Centroamérica. Algo terrible está pasando con la juventud de nuestras ciudades. Ya es hora que prestemos atención a lo que está sucediendo, porque todos estamos de acuerdo en que algo tiene que cambiar.

A todos los jóvenes les gusta hacer grupos con gente de su edad. En las ciudades y barrios de Centroamérica siempre ha habido “barras” de muchachos. En tiempos pasados se reunían para conversar o para escuchar música. Otros fumaban o bebían a escondidas de sus padres. Hasta era común que los grupos de dos barrios se pelearan, por alguna ofensa o simplemente para hacer valer su fuerza y darse importancia. De vez en cuando, la policía tenía que intervenir. Pero esas cosas se veían como “cosas de muchachos”. Hoy la mayoría de ellos son adultos y viven de su trabajo. Muchos ya son hasta abuelos, y recuerdan aquellos tiempos con alegría y a veces con un poco de vergüenza.

En los últimos años, esto ha cambiado. Todavía existen las barras de amigos. Pero ahora se forman grupos de jóvenes que atacan a la gente. Algunos trabajan para las mafias: asaltan, distribuyen drogas y ejecutan venganzas por encargo. En casi todas las ciudades de Centroamérica existen pandillas o “maras”. Los jefes son generalmente adultos, pero la mayoría de los integrantes son menores de 20 años.

En El Salvador, Guatemala y Honduras, las pandillas más peligrosas son la 18 y la Mara Salvatrucha. Las dos aparecieron por primera vez en los Estados Unidos, en la ciudad de Los Ángeles.

La 18 fue creada por negros y latinos, y le pusieron ese nombre por la calle número 18 de Los Ángeles.

La “Mara Salvatrucha” la formaron salvadoreños en esa misma ciudad. A finales de los años 70 miles de centroamericanos emigraron a los Estados Unidos. Muchos de ellos eran salvadoreños. La mayoría era gente pobre, que huía de la guerra y la pobreza de sus países. Pero pronto se dieron cuenta que cuando alguien llega a un país extraño y no habla el idioma ni tiene las mismas costumbres, la gente lo rechaza. En la ciudad de Los Ángeles, los salvadoreños se sentían tan solos y desesperados que muchos de ellos decidieron unirse formando una pandilla. Así nació la “Mara Salvatrucha”. Eligieron la palabra “mara” por la “marabunta”, una hormiga africana que avanza en grandes grupos y destruye todo lo que encuentra a su paso.

Muchos jóvenes centroamericanos que llegaron a los Estados Unidos se integraron a esas maras, y cuando volvieron formaron “sucursales” en sus países.

Pertenecer a una mara es vivir siempre en peligro. O los persigue la policía, o los atacan los de otras maras. Esa lucha diaria por sobrevivir los desgasta. Cada día viven más para la mara, y se van quedando poco a poco sin futuro. Es difícil para ellos formar familias normales y criar pacíficamente a sus hijos. Hay muchos hombres que se han hecho viejos en una mara. Abuelos con el cuerpo tatuado, encerrados en las cárceles.

¿Qué nos está pasando, por qué hemos llegado a esta situación? ¿Por qué estamos perdiendo a tantos jóvenes?

El problema de las maras tiene muchas causas. Por el mundo materialista que hoy se vive, pocas familias son estables. Las parejas se hacen y se deshacen a cada rato. Hay mujeres que tienen que criar a sus hijos sin ayuda. Muchas hacen las veces de padre y madre. Trabajan todo el día para mantener a la familia, y no les queda tiempo para atender a sus hijos, menos para enterarse de los problemas que ellos tienen.

Esto no se da solamente en las familias pobres. Hay padres con buenos ingresos que tienen todo lo necesario, menos el tiempo para pasar con sus hijos. En otros casos, una madrastra o un padrastro tratan tan mal a un joven que éste abandona el hogar. O los padres se tratan mal entre ellos, y hacen de los insultos y los golpes el pan de cada día. Cualquiera de estos problemas puede conducir a un joven a la soledad. Entonces tal vez buscará en la mara a la familia que le han negado. Pero llegará a la mara conociendo la violencia.

La familia es importante no sólo por el amor y la comprensión. También es importante porque allí se aprende a convivir. Si el niño vive en un ambiente de irrespeto y violencia, tratará con irrespeto y violencia a los demás.

En muchos barrios las drogas se venden hasta en las escuelas. Hay delincuentes que las regalan para hacer caer en el vicio a los más jóvenes. Cuando un joven consume una droga como el “crack”, se hace adicto inmediatamente. Es tanta la desesperación por consumir la droga, que puede llegar a robar o matar para conseguirla.

También la televisión presenta a los poderosos disfrutando de lujos y riquezas. Y el joven, en su miserable habitación, sin estudios, sin trabajo, quiere imitarlos, pero no sabe cómo. Entonces puede caer en la trampa de creer que la forma más rápida es lanzarse a robar.

Nuestras ciudades se han hecho muy violentas. La televisión presenta día a día crímenes y explosiones. Aumenta día con día la violencia en la familia. Un accidente de tránsito puede terminar en un crimen. La violencia ha llegado a ser la forma de resolver los problemas. Es un cáncer que carcome a la población.

¿Habrá algo que se pueda hacer para terminar con estos males? ¿O tendremos que acostumbrarnos a la violencia y a la muerte?

Pareciera que en los últimos años en Centroamérica hemos dejado de prestarle atención a los que menos tienen. Parece que no nos importa que miles de campesinos dejen sus tierras y se marchen a la ciudad. Tampoco parece importarnos que miles de familias pasen grandes necesidades, y que no haya educación ni trabajo para los más jóvenes.

Para orientar a los jóvenes no hay fórmulas mágicas, porque la juventud es una edad difícil. Pero hay ciertas cosas en las que debemos estar de acuerdo. Hace poco, el Papa Juan Pablo II dijo que “verdad, libertad, justicia y amor son las cuatro bases sobre las que se construye la paz verdadera”. Deberíamos preguntarnos si tomamos en serio esos grandes pilares

¿Hasta qué punto defendemos los adultos la verdad? Decimos que lo malo es bueno y decimos que lo bueno es tonto sólo porque nos conviene. Ya no tenemos el valor de decir que ante todo hay que ser honesto, compasivo y fiel, porque no lo somos. Decimos que buscar ante todo el provecho propio es correcto. Lo decimos porque es lo que hacemos. Los jóvenes lo sienten y saben que estamos mintiendo.

¿Hasta qué punto somos libres? No hay prisión más fatal que aquella que aprisiona el alma. Y la mayoría de los adultos tenemos el alma prisionera de la ambición. Unos ambicionamos poder y grandes riquezas. Otros ambicionan algo más humilde. Pero igualmente todos somos prisioneros. Libertad es poder decidir libremente a favor del bien aunque haya que perder mucho o todo. Lo sabemos, pero decimos que nuestra obligación es luchar primero por nuestro propio bienestar y por el de la familia, aunque haya que atropellar al resto de la gente, aunque por ello otros tengan que sufrir la esclavitud de la pobreza y sus dolores. Pero seguimos diciendo que hay que seguir el ejemplo de aquéllos que han dado hasta su propia vida por la libertad y el bienestar de los demás. Los jóvenes se dan cuenta que los adultos tenemos una doble moral.

¿Hasta qué punto somos justos? Hay un dicho campesino muy acertado que dice que sólo Dios es justo. Tratar de ser justo es la lucha del hombre libre y bueno. Hasta el rey Salomón pidió a Dios el don de la justicia para poder distinguir entre el bien y el mal. Pero, ¿cuántos de nosotros queremos ser justos?

¿Quiénes le pedimos ese don a Dios? Es mucho más fácil decir que fulano merece castigo severo porque no cumplió con las costumbres nuestras. Educamos a nuestros hijos para que lleguen a ser más poderosos que los demás. No los educamos para que busquen la justicia y el bien de todos. Y si somos sinceros tenemos que decir que ni los gobernantes, ni los maestros, ni los poderosos, ni los pequeños, buscamos la verdad ni la libertad ni la justicia. Por eso vivimos en la oscuridad de la corrupción.

 

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Pero a pesar de todo lo malo hay una luz que no se apagará nunca: es la luz del amor. Es la luz que se enciende en la familia. Primero en el amor de los esposos y que luego se derrama sobre los hijos. Amor sin condición. Amor transparente que no admite mentira. Amor que anima los sueños de hacer el bien a los demás. Amor que siempre perdona y que nos conduce a la justicia. Amor que siempre impulsa a buscar la Verdad Suprema. Amor que sabe que la felicidad sólo se encuentra cuando el alma descansa en la confianza en su Creador.

 


Ver texto original del libro: