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Artículos Varios

El indocumentado

By noviembre 28, 2019No Comments

El indocumentado

 

Del Libro Almanaque Escuela Para Todos 2010


 

 

Jairo no pudo más. Ver a su mujer con su hija en brazos y a sus otros dos chiquillos con hambre y miedo, era ya insoportable. No podía más con la violencia. Nadie estaba seguro. Por otra parte, por más que se rompía el lomo trabajando, el dinero no alcanzaba. La paga era mala, muy mala. Esa misma noche tomó una decisión. Se iría del país fuera como fuera, a buscar la esperanza en otra parte.

Y así lo hizo. No pudo despedirse de sus hijos, sólo les dio un beso como de costumbre. A su mujer la apretó y sus brazos se cruzaron en un adiós sin palabras.

Jairo nunca había salido de su pueblo. Allí todos lo conocían, desde el pulpero hasta el cura. Nunca se imaginó que todos, hasta el perro que siempre le ladraba en la esquina del parque cuando iba para su trabajo, fueran tan importantes para él. Eran su vida, su correteo diario, su ir y venir de todos los días.

Siguió caminando hasta la parada de buses. Se compró unas rosquillas y esperó a que llegara el bus que tenía que tomar. Cuando llegó, se montó con una valijilla pequeña, y a través de la ventana le fue diciendo adiós a todo lo que amaba.

Él nunca había viajado y sentía miedo. Cuando el bus llegó a la frontera, le sudaban las manos. El chofer les indicó a los pasajeros que se tenían que bajar y así lo hizo. Se puso como todos en fila, y esperó. Cuando llegó su turno le pidieron el pasaporte, lo miraron de arriba abajo, y nada más.

Cuando llegó ya era de noche. Se bajó del bus como un fantasma: chocaba con la gente y con las maletas. Por fin divisó un hotel, y ahí pasó la noche sin poder cerrar sus ojos. El cuarto era feo y despachador por su olor agrio. Un simple papel con el número telefónico de su amigo Dagoberto, era su esperanza.

Por suerte amaneció y pudo llamar. La voz de Dagoberto lo hizo sentirse acogido en el país extraño.

Dagoberto era un hombre soltero, fortachón y siempre de buen humor. Como era domingo, no había problema. Pasó por él para llevárselo a la casa donde vivía.

En el camino Dagoberto le contó que trabajaba en construcción y que como necesitaban gente, estaba seguro que le conseguiría trabajo. Ya casi llegando a la casa, tuvieron que pasar por un puente maltrecho, fabricado por la necesidad con unas cuantas tablas. Jairo sintió un gran nudo en la garganta. La casa era de latas y de cartón. Para llegar a ella, había que pasar un pasadizo estrecho, sucio y maloliente. Algunos vecinos, que eran compatriotas, lo saludaron con mucha amabilidad y hasta doña Rosita, los invitó a que se comieran unas tortillas con café. Pero la otra gente, apenas si lo miró de reojo y con aire despachador.

Efectivamente, Dagoberto le consiguió el trabajo. Lo contrataron como peón. Pero el encargado le dijo que no le podía pagar lo que los otros peones ganaban porque había entrado al país como turista y que más bien le estaba haciendo un gran favor. Jairo de eso no entendió nada. Creyó que con sólo tener el pasaporte en orden, todo estaba bien. Pero aún así, el pago no le pareció malo, y en todo caso, era más de lo que ganaba en su tierra.

Así pasaron los días, y luego los meses. Por sus otros compatriotas había entendido que estaba sin papeles en un país extraño. Nunca se había sentido peor en la vida. Se sentía un delincuente. Todos los días se levantaba con miedo, sobre todo cuando iba para su trabajo, porque le habían dicho que si lo agarraban los de migración, lo apresarían y lo mandarían a su país.

Un día se envalentonó y le dijo al encargado de la construcción que si lo podía ayudar con el asunto del permiso de trabajo. Estaba seguro que lo iba a ayudar. Era muy trabajador, nunca se quejaba y más bien hacía más de la cuenta con tal de tener trabajo. Pero el encargado, mirándolo fijamente le dijo: “más bien deberías de estar agradecido conmigo, que te tengo sin papeles trabajando. Eso de los permisos es cosa de cada uno de ustedes. A mí no me toca, ni me meta en eso, ¡Dios lo libre! Y cuidado que usted diga que trabaja aquí, que lo pongo rápido de patitas afuera”. Bajando sus ojos, Jairo dio la vuelta y siguió trabajando.

Llegaron los aguaceros y con ellos los problemas. La casa donde vivía se convirtió de pronto en un charco. Las latas de zinc no servían para nada. Pero nadie podía decir ni una palabra. Todos sabían que si reclamaban, el dueño simplemente los echaba a la calle en un decir amén. No le quedó otro camino que acostumbrarse a dormir en una esquinilla de la cama bien arrollado en la cobija, para que ésta tampoco se mojara.

El mes de noviembre fue el peor de todos. No paraba de llover. Un día, cuando venía de regreso de su trabajo, se encontró a una gran cantidad de gente desconsolada y una mujer pegando gritos cerca del puente. En medio del tumulto pudo entender lo que pasaba: en el momento que una cabeza de agua tiraba las tablas y se llevaba todo en su camino, una niña estaba cruzándolo. Y no la podían encontrar. Se le vino a su mente su pequeña hija, apenas de brazos, y sin pensarlo dos veces se echó al agua.

El agua era de color chocolate. Se sumergía y no podía ver nada. Se dejó llevar por la corriente y se sumergió otra vez y otra y otra. Movía sus manos en esa oscuridad y chocaba con palos, con ramas y con cosas que ni él mismo sabía lo que eran. Así estuvo un gran rato, hasta que por fin sintió un pequeño cuerpo. Como pudo, ya casi sin fuerzas, lo atrapó y puso la cabeza de la niña fuera del agua. Oyó un sollozo y un grito. Fue el sonido más hermoso que había escuchado en toda su vida.

Pronto llegaron a su auxilio. Sin embargo, para Jairo ya era tarde. Para que la niña no se le ahogara tuvo que estar sumergido mucho tiempo. Y cuando cogieron a la niña, él se fue al fondo.

Los vecinos hicieron todo lo posible por encontrarlo pero todo fue en vano. Dos días después encontraron su cuerpo flotando río abajo.

En los periódicos, en la sección de sucesos esto fue lo que escribieron: “Un héroe anónimo, que según dijeron las autoridades era un indocumentado, salvó a una niña que había sido arrastrada por una cabeza de agua. Su cuerpo será entregado a la embajada de su país, que se va a hacer cargo de llevarlo a su comunidad, donde le darán santa sepultura”.


Ver texto original del libro:

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