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Pueblos / Costumbres

El reloj y el tiempo

By marzo 13, 2019enero 24th, 2020No Comments

El reloj y el tiempo

 

Del Libro Almanaque Escuela Para Todos 2014


Los Tuareg son un pueblo sencillo y libre.

 

 

Entre varios países de África, ocupando un gran territorio en medio del desierto del Sahara, que es uno de los lugares más secos del mundo, viven los Tuareg, también llamados los hombres azules. Es un pueblo que ha vivido principalmente del comercio y de la cría de ganado, que para alimentarlo tienen que caminar grandes distancias en busca de pastos y de agua.

Es un pueblo nómada, lo que significa que no viven permanentemente en un solo sitio. Por eso sus casas son como tiendas de campaña que instalan en un lugar, allí viven algunas semanas o meses y luego hacen un nuevo campamento en otra parte.

Son personas sensibles, valientes y luchadoras. Caminan por el desierto, aman su modo de vida independiente y su libertad. De allí salió un joven que llegó a Europa a estudiar. Escribió un libro sobre la vida en el desierto. Un día un periodista conversó con él y esto fue de lo que hablaron:

Moussa Ag Assarid.

¿Cómo te llamas, cuándo naciste? –Me llamo Moussa. Pero no sé mi edad. Nací en el desierto del Sahara, sin papeles… He sido pastor de los animales de mi padre. Hoy estudio aquí en la universidad de una ciudad de Francia y estoy soltero.

¡Qué turbante tan hermoso…! –Es una fina tela de algodón. Lo usamos los adultos y sirve para tapar la cara en el desierto cuando el viento levanta la arena. A la vez, permite seguir viendo y respirando a través de la tela.

Es de un azul bellísimo… –A nosotros, los Tuareg, nos llaman los hombres azules porque la tela destiñe algo y nuestra piel toma tintes azulados…

¿Cómo hacen ese intenso color azul? –Son sustancias naturales, las sacamos de una planta llamada índigo. Para nosotros el azul es el color del mundo, es el color del cielo, el techo de nuestra casa. ¿Quiénes son los Tuareg? –Los Tuareg somos un viejo pueblo solitario y nómada del desierto. Éramos como un millón de personas, pero ahora somos cada vez menos… Decía una vez un sabio: “¡Hace falta que un pueblo desaparezca para que sepamos que existía!”. Yo lucho para que se mantenga este pueblo.

¿A qué se dedican ustedes? –Pastoreamos rebaños de camellos, cabras, corderos, vacas y asnos, en un reino casi infinito y de silencio…

¿De verdad, tan silencioso es el desierto? –Si estás a solas en aquel silencio, oyes el latido de tu propio corazón. No hay mejor lugar para hallarse a uno mismo. A los siete años ya te dejan alejarte del campamento. Te enseñan las cosas importantes: a sentir y a oler al aire, a escuchar, a avivar la vista, a orientarte por el Sol y las estrellas… Y si te pierdes, a dejarte llevar por el camello. Él te llevará adonde hay agua. Allí todo es simple y profundo. Hay muy pocas cosas, pero cada una tiene un enorme valor.

Mientras el hombre cuida de los animales, la mujer construye la tienda en el campamento.

¿Entonces este mundo y aquél son muy diferentes? –Allí, cada pequeña cosa da felicidad. Cada roce es valioso. ¡Sentimos una enorme alegría por el simple hecho de tocarnos, de estar juntos! Allí nadie sueña con llegar a ser, ¡porque cada uno ya es!

¿Qué es lo que más te chocó en tu viaje a la ciudad? –Ver correr a la gente en el aeropuerto. ¡En el desierto sólo se corre si viene una tormenta de arena! Claro… me asusté.

Sólo corrían a buscar el equipaje del viaje. –Sí, luego me di cuenta que era por eso. También vi carteles de chicas casi desnudas. ¿Por qué esa falta de respeto hacia la mujer? Después, ya en el hotel, vi un grifo con agua: al abrirlo la vi correr… y sentí ganas de llorar. ¡Qué abundancia! ¡Yo que todos los días de mi vida los había dedicado a buscar agua! Cuando veo las fuentes de agua como adorno aquí en la ciudad, aún siento dentro un dolor inmenso…

¿Tanto así, por qué? –Sí. Hace unos años hubo una gran sequía, murieron los animales y nosotros caímos enfermos… Yo tendría unos doce años, y mi madre murió… ¡Ella lo era todo para mí! Me contaba historias y me enseñó a ser yo mismo.

En el desierto el agua es muy escasa y por eso es vista con gran aprecio.

¿Qué pasó con tu familia? –Convencí a mi padre de que me dejara ir a la escuela. Cada día yo caminaba quince kilómetros de ida y de regreso. Hasta que un día el maestro me prestó una cama para dormir y una señora me daba de comer. Entendí: mi madre estaba ayudándome…

¿De dónde salió ese entusiasmo por la escuela? –Un par de años antes había pasado por el desierto una carrera de autos, y a una periodista se le cayó un libro de la mochila. Lo recogí y se lo di. Ella me lo regaló y me habló de aquel libro: “El Principito”. Y yo me prometí que un día sería capaz de leerlo…

¿Y lo lograste? –Sí. Y así fue como luego logré una beca para estudiar en una universidad de la ciudad. ¡Ah!, lo que más añoro al estar aquí es la leche de camella, el fuego de leña y caminar descalzo sobre la arena… Y las estrellas: allá las miramos cada noche y cada estrella es distinta una de la otra, como es distinta cada cabra… Aquí, por la noche, miran la televisión.

¿Qué es lo que te parece peor de aquí? –Tienen de todo, pero no les basta. Se quejan. ¡En la ciudad se pasan la vida quejándose! Por dinero, dependen de los bancos. Hay ansia de poseerlo todo, hay furia, hay rencor y siempre prisa… En el desierto no hay atascos, ¿y sabe por qué? ¡Porque allí nadie quiere adelantar a nadie!

Los momentos de paz acostumbran acompañarlos con una taza de té caliente.

Cuéntame algo de esa felicidad de tu lejano desierto. –Cada día, dos horas antes de la puesta del Sol, baja el calor y el frío no ha llegado. Hombres y animales regresan lentamente al campamento. Sus figuras se ven bajo un cielo rojo, azul, amarillo, verde… Es un momento mágico. Entramos en la tienda y hervimos el té. Sentados en silencio, escuchamos el hervor. La calma nos invade a todos: los latidos del corazón acompañan al pot, pot… del hervor.

¡Qué paz…! –Sí. En la ciudad todo el mundo corre. Ustedes aquí tienen reloj, nosotros allá tenemos tiempo.


Basado en la entrevista realizada por Víctor M. Amela al señor Moussa Ag Assarid.

Ver texto original del libro: